domingo, 29 de abril de 2012

Astrología de máximos y de mínimos



Ciencia humilde y ciencia arrogante

En una de las conferencias sobre la filosofía de Henri Bergson que Manuel García Morente pronunció en Madrid en 1916 comenta este último la diferencia entre el culto a la razón y la confianza en la ciencia en los siguientes términos:
La razón y la ciencia no son una misma cosa. La razón es la inteligencia orgullosa de sí misma, acometedora y emprendedora de las más altas hazañas; la razón es el razonamiento, ante el cual nada se detiene y que, en su paso majestuoso, aspira a alcanzar el absoluto saber. La ciencia, en cambio, es una razón disminuida, humillada, curada de su tradicional orgullo, sumisa a la observación y al experimento, recluida en los límites de la relación y del fenómeno. Entre el intelectualismo racionalista y el intelectualismo cientificista, hay esta esencial diferencia: que aquél cree poder aspirar con la razón a conocerlo todo en su esencia eterna, mientras que éste, sabiendo la imposibilidad de tal empresa, renuncia a esos ensueños y se recluye en el laboratorio. [Manuel García Morente, La filosofía de Henri Bergson, Madrid, 1972, pp. 25-26]
De acuerdo con este punto de vista, una cierta humildad es propia del espíritu científico, el cual se opone de este modo a la arrogancia que acompaña a los espíritus dogmáticos en todas sus formas: sistemas metafísicos racionalistas, doctrinas religiosas fundamentalistas, tradicionalismo moral autoritario, etcétera. Sin embargo, junto a esta actitud de modestia genuinamente científica, se desarrolló enseguida un cientifismo o idolatría de la ciencia que incurre en actitudes semejantes a las que pretendía superar. Así, nos sigue diciendo Morente:
Desgraciadamente esta reclusión no fue completa. El intelectualismo de los científicos no se contenta con renunciar a la construcción metafísica; subrepticiamente se ha ido él también haciendo dogmático. Como los métodos que emplea son fructíferos cuando se aplican a los objetos convenientes, ha ido formándose la creencia de que son aplicables a todos los objetos, y más generalmente, de que son los únicos posibles de aplicar. El intelecto, no sólo se ha recluido en el laboratorio, sino que ha pretendido recluir en él también al espíritu todo. El modo de pensar científico aspiraba a extenderse a la vida entera y sujetar a sus procedimientos toda la actividad humana. Tal es la esencia del positivismo: la inteligencia renuncia al absoluto, pero es para recabar un dominio despótico sobre todo lo humano. [Op. cít., p.26]
Esta recaída en el dogmatismo no es propia del espíritu científico en cuanto tal, sino solamente de ciertas debilidades de la naturaleza humana de algunos científicos o de personas que, sin tener ellas mismas formación científica, se adhieren al cientifismo dogmático como sustituto de una religión o de una metafísica en retirada. Admite, por tanto, una explicación meramente psicológica y ya Nietzsche nos proporcionó una de este estilo. Para Nietzsche, el culto a la ciencia -del que él mismo participó en su etapa positivista- sería una de las diversas formas que adopta la rebelión de los esclavos en la moral. El científico ostentaría una falsa modestia, mediante la cual no pretendería rebajarse a sí mismo a una condición más humilde, sino, al contrario, buscaría la humillación de los espíritus más elevados, la imposición de su propio sistema de restricciones metodológicas a los intelectos capaces de volar por encima del suyo, para que ninguno sobresalga.

Lo que plantea Nietzsche puede ser cierto respecto de algunos científicos o de todos ellos o de ninguno en absoluto. En cualquier caso, la ciencia tiene un valor intrínseco que es totalmente independiente de las motivaciones que empujaron a ciertos hombres a desarrollarla, sean cuales fueren. Por otra parte, la humildad que es característica del espíritu científico se basa en el reconocimiento de las limitaciones propias de la condición humana y, en particular, de su intelecto y sus sistemas sensoriales, para alcanzar conocimiento confiable, no en la imposición de tales limitaciones. Además, intenta sacar el máximo partido de todo lo que sea posible alcanzar dentro de esos límites naturales. 

Es un hecho, en cualquier caso, que los científicos gozan, hoy en día, de un alto grado de reconocimiento público y de respaldo institucional. Ostentan una posición de privilegio en las universidades y, dado el alto grado de especialización que han alcanzado las disciplinas científicas particulares, cada uno de ellos se constituye en autoridad en una materia determinada. Por lo que se refiere a esa materia, los profanos se ven obligados a aceptar los puntos de vista de los especialistas con la misma sumisión acrítica que el vulgo medieval profesaba hacia las autoridades religiosas. Es verdad que el científico puede dar las razones de lo que afirma y no escudarse dogmáticamente en una revelación, pero, como el profano no suele estar en condiciones de entender sus razones, en la práctica la situación se atiene al principio de autoridad. 


Astrología y Ciencia

La posición de los astrólogos respecto del valor científico de su propia disciplina no es unánime, sino que se halla sujeta a ciertas ambigüedades. Aunque ningún astrólogo con un mínimo de formación cultural se atreve a sostener que el edificio de la astrología fue construido sobre la base del método científico, sí que se alzan voces entre ellos que sostienen que, con todo, la astrología es una ciencia. A continuación introducen ciertos matices o calificativos con la intención de aclarar que se trata, en todo caso, de una ciencia muy peculiar, distinta a las otras, y válida por motivos diferentes de los que sirven para sustentar como tal a la física, la química o la biología. Nos dicen, por ejemplo, que la astrología es una "ciencia sagrada" o una "ciencia clásica", pero no es fácil comprender lo que se quiere decir con esto. Si sólo se trata de afirmar que la astrología contiene conocimientos válidos obtenidos por métodos diferentes de los que emplea la ciencia de nuestros días, puedo estar de acuerdo con ello. Pero si con el añadido de esos calificativos se pretende presentar la astrología como un sistema de conocimiento superior, incuestionable, completo, al que nada se puede añadir ni restar, como si hubiera surgido acabado y perfecto todo entero de una vez, y al que no se le puede reclamar que dé razón de sí mismo, entonces no puedo ver en esas etiquetas otra cosa que una maniobra para restablecer el caduco Principio de Autoridad como base última de la astrología, a falta de una sustentación más legítima y racional.

Otros astrólogos, no necesariamente más modestos, pero probablemente más realistas, admiten que la astrología no es una ciencia, aunque esto no implica, por supuesto, que no contenga nada de valor. Se la define, entonces, como "un arte conjetural", basado en la observación cuidadosa de los cielos y en la experiencia acumulada de muchas generaciones durante milenios, en el pensamiento analógico, en la intuición, en ciertas cadenas de razonamiento o en algunos principios místicos. Pero aún podemos distinguir dos actitudes diferentes dentro de este grupo de astrólogos que no reivindican para el estado actual de la astrología la categoría de ciencia rigurosa, en el sentido moderno del término.

En primer lugar están aquellos astrólogos que no solamente estiman que la categoría de "ciencia" no es apropiada para definir el tipo de saber condensado en la astrología, sino que, además, parecen estar orgullosos de ello. Participan, en general, de cierto desprecio por las ciencias y por los métodos estadísticos que, según ellos, ponen equivocadamente el acento en los aspectos cuantitativos y en los datos aislados. La astrología, por el contrario, es y debe ser holística y centrada en los aspectos cualitativos. Para alcanzar una visión de conjunto y significativa de una carta astral es necesario apoyarse en la intuición y usar métodos más flexibles que los que pueden dar buenos resultados en las ciencias positivas.

En segundo lugar tenemos un grupo de astrólogos, más bien reducido, que considera que, si bien la astrología no ha alcanzado hasta ahora la suficiente claridad, precisión, rigor, verificabilidad y solvencia predictiva como para merecer un puesto al lado de las ciencias admitidas como tales en los círculos universitarios, sería, sin embargo, deseable que avanzara en esa dirección. Para ellos, la astrología contiene, al menos, el germen de una ciencia y es posible y hasta urgente definir el proyecto de una nueva astrología científica de pleno derecho.

Astrología de máximos y astrología de mínimos

A través de estas diferentes posturas, podemos discernir una cierta tensión dialéctica entre lo que podríamos denominar una astrología de máximos y una astrología de mínimos, en función de lo que se espera de ella o se considera que está en condiciones de ofrecer. Estas dos posibilidades son extremas y muy pocos astrólogos se identificarían plenamente con ninguna de las dos, pero la primera es la que ejerce una mayor fascinación tanto para los profesionales de esta disciplina como para su clientela.

Una astrología de máximos es aquella que se presenta como un sistema de conocimiento capaz de proporcionar todas las respuestas, como una Ciencia Sagrada, de inspiración divina, que merece un respeto reverencial. El astrólogo es el sacerdote que oficia de intermediario con la divinidad, el depositario de ancestrales secretos que encierran la quintaesencia del universo y de nuestra conexión con él, el ser humano más próximo a la omnisciencia. Si sus observaciones son poco acertadas o sus predicciones no se cumplen, jamás se cuestionan por ello ni sus métodos ni su ciencia, sino que todo se atribuye a una distracción ocasional o a una pericia insuficiente del astrólogo. La Ciencia Sagrada en sí misma es intocable y queda salvaguardada una y otra vez de sus eventuales fracasos bajo el paraguas de la frase "falló el astrólogo, no la astrología".

Una astrología de mínimos, por el contrario, es aquella que es consciente de sus limitaciones y se presenta únicamente como un sistema de hipótesis de modesto alcance. No promete certezas, sino estimaciones de probabilidad. No se pretende inspirada por los dioses, sino que se presenta como obra enteramente humana. Asume la responsabilidad de sus errores y la posibilidad de que sus fallos se deban a insuficiencias de la ciencia misma, de modo que ésta no es intocable, sino que admite todo tipo de reformas; se la puede "podar" de lo que no funciona o "injertarle" nuevos brotes. Admite el progreso, como consecuencia natural de la investigación. Participa de la actitud de humildad que más arriba hemos asociado al genuino espíritu científico. El astrólogo no es un sacerdote dogmático, sino un investigador que se atiene a los hechos. Cualquier esquema heredado de la astrología tradicional puede y debe ser sometido a controles experimentales siempre que sea posible y se debe estar dispuesto a abandonarlo o, al menos, ponerlo en cuarentena, si no supera con éxito estos controles. Si se adoptan controles muy exigentes y no se admite nada que no los supere, la astrología puede quedar reducida a su mínima expresión: unos pocos resultados estadísticos sobre algunos detalles, que sólo permitirán hacer estimaciones de probabilidad sobre el comportamiento de poblaciones, nunca sobre individuos. De este modo, las consultas privadas serían inviables y resultaría muy difícil proporcionar un marco teórico dentro del cual todos los datos experimentales cobraran sentido.

Un astrólogo del primer tipo -de máximos- no se sentirá muy inclinado a la investigación, pero si emprende alguna sólo pretenderá demostrar que la astrología tradicional estaba en lo cierto. Un astrólogo del segundo tipo -de mínimos- investigará todo lo que pueda, no con la intención de demostrar nada en particular, sino con la intención de descubrir lo que quiera que haya, sea una confirmación de planteamientos tradicionales, una refutación de los mismos o la emergencia de algo completamente nuevo. El investigador del primer tipo sólo desea apuntalar la antigua versión de la astrología, mientras que un investigador del segundo tipo aspira a construir sobre bases firmes una nueva versión.

Es preciso admitir que una astrología de mínimos nunca será popular. El subconsciente de las personas que participan en sesiones de consultas astrológicas, ya sea en el rol de cliente o en el de astrólogo, se halla dominado por una imagen muy cercana a la que he definido aquí como una astrología de máximos. El astrólogo puede llegar a sentirse muy cómodo y halagado adoptando el papel de sabelotodo y, si no es así, será el propio cliente el que le presione una y otra vez con sus preguntas para que lo adopte. Una astrología de mínimos no se prestaría a este juego, el astrólogo sería demasiado parco en palabras y comedido en sus declaraciones y el cliente se sentiría profundamente decepcionado.

A pesar de ello, sólo una astrología de mínimos tiene la posibilidad de avanzar hacia la categoría de ciencia en sentido estricto. Requiere mucho tiempo y esfuerzo, paciencia y disciplina, trabajo metódico y sistemático, acopio de datos, procesamiento de la información, talento para diseñar las pruebas, prudencia para valorar los resultados, pero si va acumulando pequeños o grandes éxitos será lo bastante consistente, confiable y contrastada como para poder constituirse poco a poco en una ciencia madura que pueda presentarse sin complejos ante la comunidad científica. Sólo de este modo, la astrología podrá llamar de nuevo a las puertas de la universidad con alguna esperanza de ser bien recibida.

Es posible, como algunos opinan, que tratar de enfundar la astrología dentro del corsé del método científico sea una forma de extenuarla y anularla en lo que tiene de más valioso, que despojarse de la túnica sacerdotal para vestirse con la bata del científico suponga algún género de degradación más o menos sacrílega. Están en su derecho de verlo así, pero en ese caso deben crear y sostener sus propios templos, sus propios espacios, sus propias escuelas. Es cuando menos ingenuo presentarse ante las puertas de la universidad contemporánea vestido con la túnica del sacerdote caldeo o egipcio y pretender ser tomado en serio y recibido con los brazos abiertos.

© 2012, Julián García Vara


miércoles, 25 de abril de 2012

El infierno son los otros



El filósofo y escritor existencialista francés Jean Paul Sartre puso en boca de uno de los personajes de su obra Huis clos (A puerta cerrada (1944)) una frase que impactó a sus contemporáneos, aunque no fuera del todo bien comprendida: "El infierno son los otros". En la Europa de entonces, inmersa de lleno en los horrores de la Segunda Guerra Mundial, esto sonaba casi natural. La tesis de Sartre, sin embargo, no se restringe a situaciones históricas particularmente críticas o de extrema tensión, sino que se aplica a las relaciones humanas en general en toda época y lugar. No obstante, requiere algunas matizaciones, que podemos escuchar directamente en la voz del propio Sartre en el siguiente vídeo (en francés), cuyo texto en español se transcribe también más abajo.




Jean Paul Sartre nos explica su obra "A puerta cerrada" y en particular la frase "El infierno son los otros".
Cuando se escribe una obra siempre hay causas ocasionales y problemas profundos. La causa ocasional es que, en el momento en que "A puerta cerrada" fue escrita, a fines de 1943 y comienzos de 1944, yo quería que tres de mis amigos representaran una obra mía sin que ninguno le sacara ventaja a otro. Es decir, que los tres permanecieran en escena todo el tiempo, porque creía que en caso de que uno de ellos saliera desde ese momento iba a pensar que los otros tenían un papel mejor o de mayor protagonismo. Yo quería entonces mantenerlos juntos. Fue allí que me dije "¿Cómo se puede poner en escena a tres personas sin hacer jamás salir a una de ellas y mantenerlos en escena como si fuera por la eternidad?" Fue en ese momento que me vino la idea de ponerlos en el infierno y de hacer a cada uno el verdugo de los otros dos. Tal es la causa ocasional. Sin embargo tengo que decir que mis tres amigos no representaron la obra, sino que, como ustedes bien saben, fue representada por Michel Vitold, Tania Balachova y Gaby Sylvia. No obstante, en ese momento había preocupaciones más generales y quise expresar en la obra otra cosa, y no solamente la que la simple ocasión me diera. Quise plantear entonces que "el infierno son los otros". Pero "el infierno son los otros" ha sido siempre mal comprendido. Se creyó entonces que yo quise decir que nuestras relaciones están siempre envenenadas, que siempre eran relaciones infernales. Lo que yo quise decir es totalmente diferente. Yo quiero decir que si nuestros vínculos con el prójimo son retorcidos, viciados, el otro no puede ser otra cosa que el infierno. ¿Por qué? Porque los otros son, en el fondo, lo más importante que tenemos para nuestro propio conocimiento de nosotros mismos. Cuando nos detenemos a pensar acerca de nosotros, cuando tratamos de conocernos, en el fondo estamos utilizando la idea que los otros ya tienen de nosotros mismos; nos juzgamos con los medios que los otros tienen y de los cuales nos han provisto para juzgarnos a nosotros mismos. Lo que esto quiere decir es que si mis relaciones o vínculos son malos, yo me someto a una total dependencia del otro. Entonces, en efecto, estoy en el infierno. Y existe hoy en día en el mundo una gran cantidad de gente que está en el infierno porque son demasiado dependientes del juicio del otro. Pero eso no quiere decir que no se puedan sostener otro tipo de relaciones con los otros, eso marca simplemente la importancia capital de todos los otros para cada uno de nosotros.

La segunda cosa que quisiera aclarar es que estas personas no son semejantes a nosotros. Los tres personajes que tenemos en "A puerta cerrada" no se parecen a nosotros, por el simple hecho de que ellos están muertos y nosotros vivos. Obviamente entendemos que aquí "muertos" simboliza algo. Lo que quise decir precisamente es que en el mundo hay muchas personas que se refugian en una serie de hábitos y costumbres y determinados juicios de valor acerca de sí mismos, los cuales les hacen sufrir, pero que no buscan cambiar. Estas personas están muertas en el sentido de que no son capaces de romper el marco de sus penas, sus preocupaciones y sus costumbres, y permanecen de esa manera como víctimas de los juicios de valor que han puesto sobre ellas mismas. A partir de ahí es que se torna bien evidente que estas personas son cobardes o malas. Si han comenzado a ser cobardes nada va a cambiar el hecho de que lo sean. Por eso es que están muertos. Es por eso una manera de decir que es una "muerte viviente", la de estar aprisionados por penas eternas, juicios de valor y acciones que no queremos cambiar. De modo que como estamos vivos he querido mostrar por el absurdo la importancia para nosotros de la libertad, es decir, la importancia de cambiar unos actos por otros actos. Creo que somos totalmente libres de romper el círculo infernal que nos rodea y si las personas no lo rompen es porque permanecen voluntariamente allí todavía. De modo que ellos se meten a sí mismos en el infierno. Vean entonces que "el aprisionamiento", "los vínculos con los otros" y "la libertad" son los tres temas de la obra. Eso es lo que quisiera que se recuerde cada vez que se oiga decir "el infierno son los otros". 

Para terminar, permítanme añadir que cuando asistí a la primera representación, hacia 1944, en ese tan feliz y a la vez raro momento para los dramaturgos en el que los personajes fueron tan bien encarnados por los tres actores y también por Chauffard, el mozo del infierno, que desde que la obra fue representada no puedo visualizarla en mi mente de otra manera que no sea la de la actuación de Michel Vitold, Gaby Sylvia, de Tania Balachova y de Chauffard, desde ese momento la obra ha sido vuelta a representar en numerosas ocasiones por otros actores y, en particular, debo decir que vi a Christiane Lenier, la excelente Inés que fue cuando actuó, a la cual admiré.

A pesar de los esfuerzos de Sartre por suavizar el alcance de su declaración sobre el carácter infernal de las relaciones humanas y limitarla a los vínculos viciados por el hecho de dar la espalda a la libertad, se desprende de sus textos que aun en la mejor de las relaciones persiste una especie de incomodidad procedente de la mirada del otro. Siempre que alguien nos mira nos juzga y nos cosifica, pasamos de ser sujeto a ser un objeto del mundo del otro. Lo que transforma a una persona de nuestro entorno en un otro (un sujeto como yo) no es el hecho de que podamos verla sino la clara conciencia que tenemos de que ella nos puede ver. Y su mirada puede ser tan profunda que penetre hasta la médula de nuestra interioridad, que nos refleje con mayor fidelidad que un espejo y ponga ante nosotros crudamente los aspectos más impresentables de nuestro ser y de nuestro actuar. En la habitación donde transcurre la acción de A puerta cerrada no hay espejos ni objetos reflectantes, sólo la mirada del otro puede informar a cada uno sobre su propio aspecto. Y cada cual cumple esta función del modo más inmisericorde e implacable, convirtiéndose en el verdugo moral de los otros dos.

Sartre nos dice que escribió A puerta cerrada entre finales de 1943 y principios de 1944. Si tomamos como fecha de referencia aproximada el 1 de enero de 1944, los tránsitos de los planetas lentos sobre la carta natal de Sartre para ese momento son los que se muestran en el mapa siguiente:


Destaca inmediatamente el tránsito de Saturno sobre el grado de su Plutón natal en la casa 7, que es la que más tiene que ver con la relación con el otro. Es difícil imaginar un tránsito más apropiado que éste para representar en el lenguaje simbólico de la astrología las tesis principales encarnadas en el diálogo de los actores de A puerta cerrada. Ya la presencia de Plutón en la casa 7 natal puede predisponer a vivir o a concebir las relaciones con el otro como luchas de poder o juegos sadomasoquistas de manipulación emocional, con cierta complacencia en el desenmascaramiento de los motivos ocultos y las maniobras destructivas ejercidas o sufridas por parte del otro. Hades (Plutón) es el dios de los infiernos en la mitología grecorromana, aunque para los griegos esto hace referencia a la morada de los muertos, de todos ellos, no sólo de los malvados como lo entendería después la dogmática cristiana. Los personajes de la obra de Sartre están muertos y son, además, culpables de diferentes maldades. Es Saturno, al pasar en tránsito sobre el grado ocupado por Plutón en la carta natal el que "pide cuentas a los muertos", el que les hace tomar conciencia de todas sus miserias y equivocaciones, sus actos de cobardía y de egoísmo, de crueldad y de falsedad, el que los confina en una habitación cerrada, sin escapatoria posible, hasta que confronten su más sórdida realidad.

La lectura directa de la obra que Sartre escribió durante este tránsito es una de las mejores maneras de comprender la naturaleza del mismo. La casa 7 natal de Sartre está poblada por cuatro planetas, Plutón, Mercurio, el Sol y Neptuno, lo que "explica" por una parte la importancia que concedió a las relaciones con el otro en el marco de su filosofía y, por otra parte, la multiplicidad de relaciones de pareja no formalizadas que mantuvo, tanto sucesiva como simultáneamente en su ajetreada vida sentimental.

El Sol en la casa 7 representa la mirada del otro. Dado que Sartre nació durante una conjunción del Sol con Plutón, focaliza su atención en lo que podríamos denominar una "mirada plutoniana". En palabras de Giovanni Reale:
Sartre analiza con magistral habilidad aquellas experiencias típicas de la mirada del otro, que son en general la experiencia de la inferioridad: la vergüenza, el pudor, la timidez. (...) La mirada del otro me fija y me paraliza, mientras que cuando el otro estaba ausente yo era libre, sujeto y no objeto. Cuando aparece el otro surge el conflicto. (...) Si estoy solo no me avergüenzo. Me avergüenzo cuando aparece otro que, con su presencia, me reduce a objeto (...) En este sentido "la vergüenza pura no es el sentimiento de ser este o aquel objeto reprensible, sino de ser un objeto en general, de reconocerme en este objeto degradado, dependiente y fijo, que soy yo para los demás. La vergüenza es el sentimiento de la caída original, no porque yo haya cometido esta o aquella culpa, sino únicamente porque caí en el mundo, en medio de las cosas". Y caigo en el mundo por obra de la mirada del otro. Por eso el conflicto es el sentido original del "ser para otro": los hombres tienden a someter para no ser sometidos. Esto es lo que ocurre también en el amor: "amar, en su esencia, es el proyecto de hacerse amar", es una revancha sobre aquel que quiere hacer de nosotros un instrumento suyo; es un tratar de convertir en prisionera la voluntad de otro, que trata de paralizarnos. Y si el amor es un proyecto cargado de egoísmo y dirigido a negar la libertad del otro, en el odio reconozco la libertad del otro, pero la reconozco opuesta a la mía y trato de negarla. [Giovanni Reale, Dario Antiseri, Historia del pensamiento filosófico y científico, vol. 3, p.541]
Para Sartre, pues, estamos abocados a un conflicto básico en nuestras relaciones. Tenemos que elegir entre hacer del otro un objeto, para preservar así nuestra propia libertad, o dejar que el otro nos convierta en objeto suyo, para preservar así su libertad. Esta concepción reduce la totalidad de las relaciones humanas al esquema del sadismo y el masoquismo y el propio Sartre emplea estas palabras para caracterizar cada una de las dos alternativas. En las fantasías y en las prácticas sadomasoquistas explícitas estas tendencias se transparentan sin disfraz alguno. El sádico conduce a "su víctima" al rol de esclavo mediante una serie de rituales de despersonalización. Se acentúa la sensación de vulnerabilidad y de vergüenza mediante el desnudo o incluso el rapado y rasurado, para que todo quede bajo la mirada del que ejerce de dominante, sin poder ocultar nada. Se suprime o minimiza la mirada del sumiso prohibiéndole mirar directamente al dominante o mediante vendas o capuchas. Se instrumentaliza al sumiso usándolo como si se tratara de un objeto: una mesa, una silla, una percha, etcétera.


De esta manera, el otro deja de ser una amenaza, deja de estar en posición de juzgar o condicionar o imponer su propio proyecto al dominante. En la mayoría de los casos, por supuesto, las tendencias a degradar a los otros a la condición de objetos de nuestro mundo adoptan formas mucho más suaves o disimuladas, de las que ni siquiera somos conscientes. Pero, sigue diciendo Sartre, de todas maneras el conflicto es irresoluble, porque toda tentativa de suprimir la mirada del otro, su ser consciente de nosotros mismos, su posibilidad de pensar acerca de nosotros, está condenada al fracaso. El proyecto de reducir al sujeto como tal a la condición de objeto es irrealizable.

Utilizar la carta astral natal de Jean Paul Sartre y sus tránsitos como un instrumento que nos ayude por una parte a comprender sus puntos de vista y, por otra parte, a relativizarlos como propios de su microcosmos personal y, por tanto, no generalizables, nos sitúa en una posición muy peculiar en relación con algunas de las tesis centrales del pensamiento de Sartre: (1) que el hombre no tiene naturaleza o esencia o un modo de ser propio, sino que no es más que lo que va haciendo de sí mismo a través de sus actos libremente elegidos. (2) que el hombre está condenado a ser libre y que cualquier intento de eludir la total responsabilidad de sus acciones achacándolas a cualquier género de determinismo supone obrar de mala fe.

Toda tentativa de explicar el comportamiento de una persona como el resultado de ciertos condicionamientos mágico-astrales sería considerada por Sartre, muy probablemente, como un ejemplo más de mala fe, como una maniobra más de cosificación, que trata de presentar a la persona como un objeto en medio de la cadena de causas y efectos mecánicos que rigen los movimientos de los seres inertes sin conciencia de sí mismos y, por tanto, como el producto necesario de un proceso en el que no interviene ningún género de libertad. La astrología, sin embargo, no hace exactamente eso. Lo que nos muestra es que el tiempo tiene una dimensión espiritual, en virtud de la cual ningún instante es exactamente igual a otro, sino que cada momento es cualitativamente diferente. Cada uno de nosotros tiene la posibilidad de responder de muchas maneras diferentes a la cualidad de cada instante, pero lo que no podemos hacer es ignorarla. La libertad no se ejerce en el vacío, sino como respuesta a una situación. Sartre decidió libremente escribir A puerta cerrada cuando Saturno transitaba el grado de su Plutón, mientras que otras personas afectadas por el mismo tránsito tomaron decisiones diferentes, tal vez rompieron con su pareja o iniciaron una terapia psicoanalítica. Pero de un modo u otro tuvieron que canalizar, vivenciar o expresar la cualidad propia de ese instante. El genio de Sartre sacó partido de ese tránsito para poner de manifiesto algunos detalles importantes relacionados con los vínculos entre los seres humanos, sus rutinas o formas de muerte en vida y su libertad. Sin duda, el asunto es mucho más complejo y tiene más dimensiones que las abordadas por Sartre, pero será competencia de otros pensadores sacarlas a la luz en el momento oportuno.

© 2012, Julián García Vara