El comportamiento conforme a la norma, aprobado por la comunidad, las leyes o las figuras de autoridad, se desarrolla públicamente y sin inhibiciones. Pero todo aquello que puede entrar en conflicto con las costumbres establecidas, el orden moral o la legalidad vigente tiende a ser reprimido o relegado al ámbito de lo privado, se evita o se hace a escondidas. A menos, claro está, que haya una intención de desafiar abiertamente ese orden establecido, ya sea en nombre de una alternativa moral pretendidamente superior (regeneración de las costumbres, nuevo orden más justo o más libre) o por puro afán de autoafirmarse frente al mundo. Tanto desde una posición conservadora, que no se cuestiona la validez general de las normas vigentes en un contexto dado, como desde una postura revolucionaria, que aspira a sustituir el orden vigente por un nuevo sistema de valores, en ambos casos hay una línea que delimita claramente lo que se considera aceptable de lo que no. Los criterios pueden ser diferentes, pero no se cancela la distinción entre lo loable y lo censurable, lo digno y lo indigno, lo meritorio y lo vergonzoso. Estas etiquetas y otras similares sirven para decidir si una persona determinada puede ser considerada un miembro de pleno derecho de una comunidad dada o si debe quedar relegada o excluida de una u otra manera (vacío social, reclusión en instituciones de salud mental o centros de reeducación, encarcelamiento, ostracismo, pena de muerte).
Cada comunidad dicta sus propias normas, mediante las cuales se intenta hacer posible la convivencia y preservar el interés general o el bien común. El individuo que, mirando sólo su interés personal, quebranta las normas de su comunidad, se hace culpable y se expone a una u otra forma de exclusión. Puede evitar esta consecuencia mientras consiga mantener en secreto su comportamiento irregular, pero si finalmente es descubierto a la gravedad de su falta inicial podrían añadirse los cargos de engaño, fraude o traición. Ahora bien, si es el propio individuo el que se descubre a sí mismo mediante una confesión pública de su comportamiento reprobable entonces la gravedad de su falta disminuye en alguna medida y su iniciativa contaría como atenuante ante una posible condena jurídica o moral. Esto se debe a que, por lo general, mediante la confesión se busca el perdón, es decir, la reintegración a la comunidad como miembro de pleno derecho. Por 'comunidad' no entiendo aquí únicamente la sociedad a la que se pertenece, sino cualquier vínculo relevante para la persona: su pareja, un amigo, un familiar, incluso Dios mismo en los casos de confesión privada religiosa. En cualquier caso se trata de salvar el vínculo con la entidad, persona o grupo, ante la que se realiza la confesión. Mientras se desarrollaba en secreto una conducta incompatible con las normas de la comunidad, la adhesión de la persona a tales normas era sólo fingida. Pretendía, al mismo tiempo, beneficiarse de las ventajas de ignorar a los demás y de los derechos de pertenencia al grupo. Mediante la confesión se proclama la asunción de las normas y se declara la intención de respetarlas en adelante y de pagar de alguna forma las cuentas pendientes. El individuo abdica ante el grupo, el valor del vínculo prevalece sobre el interés particular. Pero al sacrificarse a sí mismo de este modo el individuo se salva, porque sólo puede ser realmente alguien dentro de una comunidad si goza de la estimación y el respeto de los demás.
El psicoanálisis ha ensayado una explicación de la génesis del sentimiento moral. Al principio el niño sigue sus inclinaciones instintivas sin consideración alguna hacia los demás. Tampoco es desconsiderado, simplemente no tiene todavía una noción clara de la diferencia entre él y el mundo ni de la existencia de otras personas con sus propias necesidades. Esta fase primitiva del desarrollo de la personalidad está dominada por una capa de la psique denominada "el Ello". Más tarde, el niño descubre que la satisfacción de sus necesidades depende en gran medida de sus padres y que si éstos le retiran su afecto puede verse en serias dificultades. Poco a poco aprende a desarrollar aquellos comportamientos que los padres premian y a evitar los que les causan enojo. Las normas establecidas por las figuras de autoridad paternas son introyectadas y se configura así otra instancia de la personalidad: "el Superyó", que actúa como la voz de la conciencia que, en adelante, sustituirá a los padres en ausencia de éstos. Finalmente "el Yo" emerge como mediador entre las exigencias en conflicto del Ello y del Superyó.
La astrología utiliza un lenguaje diferente, pero es posible, hasta cierto punto, relacionar estos conceptos psicoanalíticos con algunos de los complejos arquetípicos que los modernos astrólogos asocian con los planetas, los signos o los sectores de una carta natal. Así, la Luna representa la vida instintiva, por lo que, en principio, parece que podríamos identificarla con el Ello. Saturno es indicador de restricciones, frustraciones, limitaciones y normas; por tanto, juega un papel importante en la constitución del Superyó. El Sol representa al Yo visible o manifiesto a la luz del día, es decir, todos aquellos aspectos de la propia personalidad que uno no se avergüenza de mostrar en público y de los cuales tiene plena consciencia.
Estas asociaciones entre instancias psicoanalíticas y factores astrológicos son, no obstante, discutibles. El Sol ha sido relacionado también con el padre y la Luna con la madre. Si eso es correcto, entonces ambos deben jugar también algún papel en la constitución del Superyó. Por otra parte, a cada uno de los siete planetas conocidos en la antigüedad se le ha atribuido uno de los siete pecados capitales definidos en el siglo VI por el papa romano san Gregorio Magno: lujuria (Venus), pereza (Luna), gula (Júpiter), ira (Marte), envidia (Mercurio), avaricia (Saturno) y soberbia (el Sol). Puesto que los pecados son las tendencias contra las cuales combate el Superyó, podemos suponer que la fuente última de esas tendencias es el Ello. Cada uno de los planetas representaría, así, una pulsión del Ello. Pero los planetas también se relacionan con virtudes y eso los pone en contacto con el Superyó y con el Yo.
El asunto es complejo, especialmente si lo abordamos de una forma puramente especulativa, pero si recurrimos al análisis de casos concretos podemos obtener un poco más de claridad.
Hay cuatro ejemplos magníficos de literatura autobiográfica que se recrean en el arte de hacer público lo privado, de desnudar el alma, de compartir la intimidad y mostrar abiertamente las propias debilidades, vicios o errores: Las Confesiones de San Agustín, los Ensayos de Montaigne, las Confesiones de Rousseau y las memorias que Pablo Neruda publicó con el elocuente título Confieso que he vivido.
El Sol ocupaba el signo de Escorpio en el día de nacimiento de San Agustín, estaba en Piscis cuando nació Montaigne y en Cáncer cuando nació Rousseau y también cuando nació Neruda. Estos cuatro maestros del arte de la confidencia tienen, pues, en común el haber nacido todos ellos con el Sol en un signo de agua.
Evidentemente aquello que alguien decide confesar, sea lo que fuere, es algo que durante algún tiempo ha preferido mantener en secreto. Los signos de agua se caracterizan precisamente por su relación con las cosas secretas, lo misterioso, lo oculto, lo íntimo. Se dice de ellos que, debido a su extrema sensibilidad, tienden a protegerse ocultando sus verdaderos sentimientos, pensamientos o acciones. Sólo en situaciones de intimidad se abren a quienes logran ganarse su confianza. Su percepción del mundo no es estrictamente racional, sino teñida de subjetividad, sentimientos, intuiciones y fantasías. Se guían más por el Principio del Placer (derivado del Ello) que por el Principio de Realidad (derivado del Superyó), se pierden en laberintos emocionales, son fértiles y su naturaleza instintiva y sexual es más intensa que en los otros elementos. Precisamente por esto, tienden a ser compasivos e indulgentes con las debilidades de los demás. Captan detalles que escapan a la percepción sensorial normal y al razonamiento, y que no pueden ser expresados cabalmente por la función descriptiva del lenguaje corriente.
Las confesiones que los cuatro autores mencionados más arriba han plasmado en su literatura no son equiparables a la admisión de un delito por parte de un delincuente que espera pagar su culpa con la correspondiente condena, sino que tienen más bien el valor de una confidencia. No se espera un castigo, se busca más bien la complicidad del lector, su comprensión y su condescencia. Salvo en el caso de San Agustín, es notable en los otros tres una actitud de reivindicación de sus debilidades humanas, de las que por momentos (sobre todo Rousseau) parecen sentirse poco menos que orgullosos. Debemos mostrarnos sin adornos, tal como somos, sin renegar de la naturaleza. El "buen salvaje" de Rousseau o el niño preservado de la decadencia que el contacto con la sociedad desencadenaría en él son ejemplos claros de la predilección por el Ello en detrimento del Superyó, presente en sus doctrinas naturalistas. Y, antes que Rousseau, Montaigne escribió acerca de sus propios ensayos:
no persigo ningún fin trascendental, sino sólo privado y familiar (...). Si mi objetivo hubiera sido buscar el favor del mundo, habría echado mano de adornos prestados; pero no, quiero sólo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto. Mis defectos se reflejarán a lo vivo: mis imperfecciones y mi manera de ser ingenua, en tanto que la reverencia pública lo consienta. Si hubiera yo pertenecido a esas naciones que se dice que viven todavía bajo la dulce libertad de las primitivas leyes de la naturaleza, te aseguro que me hubiese pintado bien de mi grado de cuerpo entero y completamente desnudo. Así, lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro (Ensayos, I.)
Por su parte, Rousseau hace alarde de mostrarse tal cual es e insinúa que los otros no pueden considerse mejores:
Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza y ese hombre seré yo. Sólo yo. Conozco mis sentimientos y conozco a los hombres. No soy como ninguno de cuantos he visto, y me atrevo a creer que no soy como ninguno de cuantos existen. Si no soy mejor, a lo menos soy distinto de ellos. Si la Naturaleza ha obrado bien o mal rompiendo el molde en que me ha vaciado, sólo podrá juzgarse después de haberme leído. Que la trompeta del Juicio Final suene cuando quiera; yo, con este libro, me presentaré ante el Juez Supremo y le diré resueltamente: “He aquí lo que hice, lo que pensé y lo que fui. Con igual franqueza dije lo bueno y lo malo. Nada malo me callé ni me atribuí nada bueno; si me ha sucedido emplear algún adorno insignificante, lo hice sólo para llenar un vacío de mi memoria. Pude haber supuesto cierto lo que pudo haberlo sido, mas nunca lo que sabía que era falso. Me he mostrado como fui, despreciable y vil, o bueno, generoso y sublime cuando lo he sido. He descubierto mi alma tal como Tú la has visto, ¡oh Ser Supremo! Reúne en torno mío la innumerable multitud de mis semejantes para que escuchen mis confesiones, lamenten mis flaquezas, se avergüencen de mis miserias. Que cada cual luego descubra su corazón a los pies de tu trono con la misma sinceridad; y después que alguno se atreva a decir en tu presencia: “Yo fui mejor que ese hombre.”
En San Agustín domina el discurso místico, es la comunidad con Dios la que desea restablecer mediante sus confesiones:
Quiero recordar mis pasadas fealdades y las corrupciones carnales de mi alma, no porque las ame, sino por amarte a ti, Dios mío. Por amor de tu amor hago esto (amore amoris tui facio istuc), recorriendo con la memoria, llena de amargura, aquellos mis caminos perversísimos, para que tú me seas dulce, dulzura sin engaño, dichosa y eterna dulzura, y me recojas de la dispersión en que anduve dividido en partes cuando, apartado de la unidad, que eres Tú, me desvanecí en muchas cosas. Porque hubo un tiempo de mi adolescencia en que ardí en deseos de hartarme de las cosas más bajas, y osé oscurecerme con varios y sombríos amores, y se marchitó mi hermosura, y me volví podredumbre ante tus ojos por agradarme a mí y desear agradar a los ojos de los hombres. Pero yo, miserable, habiéndote abandonado, me convertí en un hervidero, siguiendo el ímpetu de mi pasión, y traspasé todos tus preceptos, aunque no evadí tus castigos; y ¿quién lo logró de los mortales? Porque Tú siempre estabas a mi lado, ensañándote misericordiosamente conmigo y rociando con amarguísimas contrariedades todos mis goces ilícitos para que buscara así el gozo sin contrariedades y, cuando yo lo hallara, en modo alguno lo hallara fuera de ti, Señor; fuera de ti, que provocas el dolor para educar, y hieres para sanar, y nos das muerte para que no muramos sin ti. (cursivas mías)En todos los casos se trata de lo mismo: la búsqueda de la aceptación, el amor y la comprensión de Dios y/o de la comunidad. Pero Dios, el padre y la comunidad son tres figuras del mismo principio psicológico: el Superyó, cuyo rigor se intenta aplacar.
En la misma temática incide la canción de Mari Trini Yo confieso, y una vez más encontramos al Sol en un signo de agua (Cáncer) en la fecha de su nacimiento. Aquí dejo el video como homenaje póstumo.
© 2013, Julián García Vara
Hola, Sres del Blog y a lectores;
ResponderEliminarquiero preguntarles si alguno de Ustedes
sabe alguna referencia del autor de la pintura
"susurros de amor" Ceron B
La que esta arriba en esta edición
gracias a todos
atentamente Armando Osorno