jueves, 27 de enero de 2011

Astrología y animismo


El texto principal de la presente entrada procede del prólogo de un libro inédito sobre astrología, armónicos y viejas y nuevas técnicas de prognosis que escribí durante la pasada década y que aún permanece en el limbo de los proyectos editoriales sin patrocinador. Como estaba pensado para aparecer en papel impreso, utilizo algunas metáforas que no se ajustan bien al soporte digital. Si así lo desea, puede pensar en pixeles donde hablo de gotas de tinta o en pantalla de plasma en lugar de lámina de celulosa, sin que sufra por ello el sentido de las frases.


Astrología y animismo
(fragmento)

La astrología, que resulta tan chocante para algunas mentalidades ilustradas contemporáneas, no era ni mucho menos tan difícil de encajar en el marco de las concepciones del mundo que resultaban naturales para los hombres que nos precedieron en dos o tres milenios, en las riberas del Tigris y el Éufrates, en las márgenes del Nilo o a orillas del Egeo. Prácticamente todos los pueblos de esa época creían en la existencia de dioses y fuerzas sobrenaturales con poder para intervenir en los acontecimientos humanos, con voluntad propia, con inteligencia y emociones, afectos y desafectos; de manera que resultaba no ya conveniente, sino vital, encontrar algún modo de atisbar las intenciones de los dioses, cuidarse de su ira, aplacarlos, propiciarlos mediante sacrificios y cultos, interrogarlos mediante prácticas adivinatorias. El animismo era una creencia extendida, cada cosa tenía un alma o estaba bajo la tutela de un espíritu guardián. Los mismos hombres “pertenecían” a los dioses. Había un espíritu del fuego, del río, del árbol, y, por supuesto, todos los astros del cielo eran divinidades. En este contexto surge la astrología como observación sistemática de los cielos con propósitos religiosos y adivinatorios. Se trata de comprender a los dioses celestiales, de prever sus designios, de admirar su perfección. Se trata de penetrar en el espíritu de los astros, de conectar con “el alma del mundo”. Se trata también, porque la codicia y los temores de los hombres son tan antiguos como el hombre mismo, de sacar partido de las conjunciones de los astros para emprender una batalla con augurios favorables, para esquivar a la parca, para enriquecerse en una empresa u obtener ventajas frente a los enemigos. Se trata también, porque las necesidades prácticas son inaplazables, de organizar las tareas agrícolas de acuerdo con los ritmos cósmicos lunares y estacionales, de prever el desarrollo de una enfermedad, escoger el momento propicio para efectuar una sangría a un enfermo o determinar el tratamiento a seguir de acuerdo con el temperamento que las estrellas le asignaron el día de su nacimiento. Se trata, en suma, de sintonizar con los ritmos cósmicos, de evolucionar al compás de la danza de la naturaleza, de integrarse en un sentimiento de comunidad con una totalidad envolvente viva, habitada por todas partes por entidades más o menos espirituales y conscientes. Como afirmaba Tales de Mileto, astrólogo, astrónomo, físico y presunto fundador de la filosofía occidental, “todo está lleno de dioses”.

Atrás quedaron las creencias animistas y politeístas; en el mundo occidental de hoy en día casi nadie cree en dioses ni en hilos mágicos que atraviesen la materia inorgánica dotándola de algún género de vida interior. El científico de nuestros días se contenta con la exterioridad de las cosas, que es lo único observable y cuantificable desde fuera, y precisamente porque observa las cosas desde el exterior llega a convencerse de que no existe nada interno en las cosas que observa. Pero hay algo que sólo puede observarse desde el interior: el pensamiento o la vida espiritual. En rigor, no hay más pensamiento observable que el propio. Si usted, hombre o mujer que me está leyendo, cree estar observando directamente mis pensamientos, debo decirle que se equivoca. Lo que observa son sus propios pensamientos, las ideas que usted mismo o usted misma produce o que surgen en su mente según va mirando los signos impresos en estas páginas. Es usted quien le da sentido a estas manchas de color, por un acto de su voluntad y de su inteligencia, convirtiéndolas en letras, palabras, frases, pensamientos. Posteriormente, por medio de un razonamiento lógico tan vertiginoso que no llega a tomar conciencia de él, usted deduce que quienquiera que sea el autor de estos signos que acaba de interpretar, debe ser alguien capaz de producir pensamientos o percibirlos en su propia mente (la del autor), alguien que, como usted, conoce las reglas que enlazan los signos del lenguaje oral o escrito con los pensamientos significados por ellos, alguien que ha pretendido plasmar sus propios pensamientos (los del autor) en estos signos o manchas visuales y que confía en la existencia de otras mentes capaces de descifrar el mensaje y reproducir esos mismos pensamientos. Usted (lector o lectora) podrá o no hacer suyos mis pensamientos, según esté o no de acuerdo conmigo; pero, incluso para estar en desacuerdo, tiene primero que producir esos pensamientos y desecharlos después, porque usted no puede mirar dentro de mi mente, sino sólo en la suya. La existencia de otras mentes es, por tanto, inferida, no observada directamente. Usted interpreta el conjunto de trazos dibujados en este papel no como un accidente mecánico producido azarosamente por el choque de ciertos pigmentos cromáticos con la superficie porosa de una lámina de celulosa, sino como la plasmación de un discurso inteligente, consciente, animado por un propósito y producido necesariamente por un ser vivo, lúcido, espiritual y deseoso de comunicarse con otros seres de su misma naturaleza. Me atrevo a presumir que usted interpreta así las cosas porque de lo contrario ni siquiera podría decirse que estaba usted leyendo. Usted identifica aquí los signos de un comportamiento inteligente, de modo tan claro e inequívoco que ni por un instante se plantea la posibilidad de que realmente no haya nadie detrás de esto, que lo que parecen ser frases con sentido sólo sean marcas accidentales producidas espontáneamente al derramarse finas gotas de tinta sobre un papel que casualmente estaba ahí, sin mayor significado que las gotas de lluvia sobre el asfalto. De manera similar, el astrólogo que ha sido capaz de hallar un código que le permite hasta cierto punto “leer las estrellas”, percibir ciertos esquemas de significado en la distribución de los cuerpos cósmicos y en el desenvolvimiento de sus ciclos, detectar notables conexiones entre conjunciones planetarias excepcionales y episodios singularmente importantes en el desarrollo histórico de la especie humana, hitos culturales, tecnológicos, científicos, filosóficos, políticos o religiosos, no puede sin más atribuir todo eso al azar y declararlo fruto de ciegos choques mecánicos entre partículas subatómicas. Observando de primera mano el modo en que la astrología funciona se adquiere el derecho a inferir, al menos como hipótesis, la existencia de algún género de vida espiritual actuando allende las fronteras de nuestro pequeño planeta habitado y a la vez en reflujo sobre él.

No hay ningún procedimiento científico ni ningún órgano sensorial capaz de detectar desde fuera actividad mental directamente reconocible como tal en el interior de algún cuerpo o entidad física. Los registros de actividad eléctrica o química en ciertas áreas del cerebro de sujetos humanos anotados por neurólogos experimentales al mismo tiempo que aquellos declaran estar pensando no nos dan la menor pista acerca del contenido concreto de ese pensamiento ni de su naturaleza. Simplemente testimonian la existencia de procesos físicos concomitantes con episodios mentales. Pero la relación entre una cosa y la otra sigue siendo todavía un misterio para las neurociencias del siglo XXI tan profundo como era para los cartesianos del siglo XVII el enigma de la relación entre la res cogitans y la res extensa, el pensamiento y la extensión, que ellos concebían como dos sustancias radicalmente diferentes y separadas. Ningún examen empírico del cerebro de un filósofo, su anatomía, fisiología y evolución diacrónica, nos permitirá deducir su sistema filosófico; ninguna disección o vivisección de las áreas del pensamiento y el lenguaje de un científico nos permitirá conocer siquiera la más sencilla de sus ideas. Probablemente los cartesianos cometieron el error de atribuir separación real a procesos que la mente distingue y separa de forma puramente ideal, imaginando así la existencia de dos reinos aislados: el mundo del espíritu y el mundo de la materia. Pero, como más adelante demostraría Kant, el mundo físico no es ni siquiera perceptible si no se le organiza previamente con categorías mentales. Al mismo tiempo, toda actividad mental conocida tiene lugar siempre en conexión con un organismo viviente materialmente tangible. Hay una profunda unidad entre los dos mundos que los cartesianos separaron tan artificialmente. Pero hay, a la vez, una profunda diversidad que sirve para justificar el empleo de pares de términos antónimos tales como “cuerpo/alma, materia/espíritu, inerte/vivo, físico/mental, extensión/pensamiento, cuantitativo/cualitativo, inorgánico/orgánico, inconsciente /consciente, objeto/sujeto, externo/interno, somático/ psicológico” y otras por el estilo. No podemos saber con certeza si estos pares de términos nombran entidades o características realmente distintas, independientes, irreconciliables, o si, por el contrario, sólo nombran dos aspectos diferentes de una misma realidad, dos modos distintos de percibir una misma cosa, según se la mire desde dentro o desde fuera, de forma empática o aséptica, como protagonista o como espectador. En cualquier caso, cuando el psicólogo, el psiquiatra o el neurólogo se interesan por las bases neurofisiológicas de la conducta y del pensamiento, no están haciendo algo muy distinto de lo que hace el astrólogo cuando se interesa por la disposición de los astros asociada con esos mismos comportamientos y procesos mentales. En ambos casos se busca una relación entre fenómenos físicos observables desde fuera y acciones o experiencias humanas cuyo sentido sólo se transparenta desde dentro. Y en ambos casos, dado que la naturaleza de los fenómenos que se trata de relacionar es aparentemente tan divergente, se requiere algún sistema intermediario que tienda puentes. En el caso del estudio del sistema nervioso esos puentes proceden de las propias declaraciones de los sujetos experimentales, basadas en la forma en que ellos interpretan su propia experiencia, o bien de la interpretación que los mismos investigadores hacen del sentido psicológico que cabe dar a determinados rasgos de comportamiento observables. En el caso de la investigación astrológica, además de todo lo anterior, está disponible el sistema de interpretación de diseños astrológicos  conforme a arquetipos y usos tradicionales. Sin estos puentes, hubiera sido imposible tal asociación de fenómenos físicos y mentales.

De existir criaturas pensantes con un aspecto exterior similar al de una piedra que no se hubieran tomado la molestia de diseñar códigos de comunicación, ningún observador externo podría jamás sospechar que esas criaturas pensaran. De existir criaturas pensantes con cualquier aspecto no humano que sí hubieran elaborado códigos de comunicación, pero tan diferentes a los nuestros que seamos incapaces de percibirlos como tales, tampoco en este caso tendríamos modo alguno de adivinar la existencia en  ellos de procesos mentales. Un insecto que se pasee sobre las letras de esta página no podrá imaginar que en ellas se contiene un mensaje cifrado por un ser inteligente, aun cuando aprecie una cierta regularidad en su disposición, porque hay otras muchas regularidades en la naturaleza, como la disposición de las hojas de los árboles o de los granos de arena en una playa. La consecuencia de todo esto es que el animismo, aunque haya sido abandonado por muchos, no ha sido en realidad refutado ni puede serlo. Tampoco puede ser estrictamente demostrado, pero yo sostengo la tesis de que, en la medida en que la astrología funciona, autoriza a inferir algún tipo de animismo. La razón de ello es que casi todos los que podríamos denominar “hechos astrológicos” consisten, fundamentalmente, en acontecimientos mentales o emocionales o en actos que implican conciencia y propósito. Los enemigos de la astrología negarán la existencia de tales hechos, y por más ejemplos que se les presenten los irán arrojando uno tras otro al saco de las “coincidencias”. El análisis de casos particulares, que es el que forja de hecho en los estudiantes la confianza en la eficacia de ciertos métodos astrológicos, no tiene, sin embargo, valor probatorio a los ojos de un escéptico moderado. Sin embargo, ciertos resultados estadísticos sobre variables astrológicas obtenidos a partir de muestras muy amplias y que han superado la prueba de la replicación internacional, no pueden ser dejados de lado sin renunciar, al mismo tiempo, a las ciencias humanas en general (sociología, economía, psicología, medicina) e incluso a grandes áreas de las ciencias naturales empíricas. Tal es el caso de los estudios de Didier Castille sobre la incidencia de ciertas variables astrológicas en la elección de pareja, rastreadas sobre cerca de siete millones de matrimonios. El hecho astrológico aquí constatado es que las longitudes eclípticas del Sol en las fechas de nacimiento de una serie de personas casadas tienden a agruparse en torno a unos 30 grados respecto de las longitudes eclípticas del Sol en las fechas de nacimiento de sus respectivos cónyuges. Algo semejante sucede con Mercurio y Venus. La comparación de la distribución de estos astros en el cielo natal de personas que han contraído matrimonio sigue un patrón estadístico bien definido, sociológicamente relevante. La cuestión es que la elección de pareja no es un hecho físico, que pueda ser explicado recurriendo a la fuerza de la gravedad, electromagnética o nuclear fuerte o débil. Ni siquiera cuando se habla de “atracción física” se piensa en esas fuerzas, sino en la fuerza del deseo, que es un fenómeno psicológico o mental, incluso espiritual en la medida en que supone la invocación de la idea de belleza. Por tanto, cualquier intento de explicar este hecho astrológico deberá recurrir a categorías mentales; y, siendo de naturaleza mental el fenómeno estudiado, las variables astrológicas que intervienen en él deben tener alguna dimensión mental, deben ser consideradas “fuerzas vivas” o, al menos, susceptibles de ser integradas en un sistema viviente.

En ese sentido, podemos definir la astrología como el estudio de las dimensiones espirituales del universo. En cuanto hombres, ligados a nuestro pequeño planeta azul, realizamos este estudio de una manera un tanto “provinciana”, limitándonos casi exclusivamente a la investigación de los ciclos de los cuerpos mayores del sistema solar y sus relaciones con episodios que forman parte del contenido de la vida humana. No se trata, sin embargo, de los astros concebidos tan sólo como entes materiales en movimiento dentro de un sistema mecánico inerte, tal como los estudia la astronomía; ciertamente sería muy extraño que ese sistema de cuerpos y fuerzas físicas tuviera una relación esencial con los avatares de una vida humana entendida como sustancia viva, sensible, consciente y espiritual, radicalmente heterogénea respecto de la materia cósmica. No se trata de supuestas “influencias” de cuerpos materiales externos que se pierden en la lejanía del espacio sobre nuestra constitución o estado anímico interno. Se trata más bien de la constatación de la existencia de una corriente de vida y pensamiento que atraviesa el cosmos, del cual formamos parte material y espiritualmente. Se trata de algo semejante a la transmisión de mensajes entre mentes o almas, tal como se verifica en los fenómenos telepáticos. La Tierra y todo lo que ella contiene  no es un mundo aparte del resto del universo; es sólo uno de sus rincones, una pieza más de un enorme sistema de relaciones multidimensional: físico, espiritual, matemático, cíclico y viviente.

© Julián García Vara, enero, 2011





1 comentario:

  1. Estamos con los pies en la tierra pero esta tierra esta girando en el espacio mientras. Y ciencia o no, el hombre es el que le da significado a todo, sin él, la astrologia no existiria, ni nada se nombraría. Pero nadie puede negar el hilo conductor magico que nos guia, escepticos o no.
    www.cuentosdeastrologia.blogspot.com

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