viernes, 3 de febrero de 2012

El Universo Viviente. Filosofía y Astrología.


Un ejemplo descriptivo de la radical diferencia entre el antiguo oriente y el moderno occidente lo tenemos en el uso que en uno y otro lugar se hace de la noción de “meditación”. Descartes tituló una de sus principales obras Meditationes de Prima Philosophia. Su trabajo original es, en principio, breve y relativamente claro. Sin embargo, antes de publicarlo, decidió enviar algunas copias de la obra a las principales personalidades del mundo intelectual de su entorno, con objeto de que le hiciesen llegar su valoración y las dificultades que hubiesen podido encontrar en el escrito. Todas y cada una de ellas, entre las que figuraban nombres de la talla de Hobbes o Gassendi, plantearon una serie de importantes objeciones a las teorías cartesianas, a su supuesta demostración de la inmortalidad del alma y de la existencia de Dios, entre otras cuestiones. Esto indujo a Descartes a responder a cada una de esas objeciones, de modo que toda la polémica fue incorporada al libro y éste se hinchó considerablemente, además de alargar su título con el añadido “con objeciones y respuestas”. Todavía hubo una segunda serie de objeciones y respuestas. El propio Descartes había escrito que cuando dos hombres no se ponen de acuerdo sobre una cuestión es necesario que al menos uno de ellos esté en el error. Y acto seguido observa que tampoco el que está en lo cierto se halla realmente en posesión de la verdad, a no ser por azar y sin plena conciencia de ello, pues si tuviera clara conciencia de la verdad que sostiene no tendría ninguna dificultad en convencer al otro con las mismas razones que le persuadieron a él. Lo cierto es que Descartes no logró persuadir a sus objetores, ni éstos a Descartes, por lo que, de conformidad con el propio filósofo, hemos de extraer la conclusión de que el resultado de esas largas y prolijas meditaciones no fue otro que el de dejar a todos en el error y la oscuridad.

En Occidente, pues, meditar es llenar la mente de pensamientos. En Oriente, por el contrario, meditar es ejercitarse en prácticas de yoga cuya finalidad es vaciar la mente. Las meditaciones occidentales inducen a la mente a enredarse en contradicciones y problemas que conducen a nuevos problemas y nuevas contradicciones, de modo que cada vez se aleja uno más de la comprensión que pretendía alcanzar. La meditación oriental ayuda a la mente a desembarazarse de errores aprendidos, a limpiarse de prejuicios y de distracciones inútiles, y la deja dispuesta, receptiva, lista para obtener una comprensión directa, no mediada conceptualmente, del universo que habita y su lugar en él.

El camino de la razón no siempre nos conduce a un progresivo enriquecimiento espiritual, a una maduración real, a una conciencia más clara de las cosas, a un acortamiento de la distancia que nos separa de la piel de la verdad. Muy bien puede suceder todo lo contrario. Y pensemos que los niños pequeños y los pueblos primitivos tienen, por su escaso trato con la racionalidad compulsiva, más oportunidades que los adultos y los “civilizados” de tomar contacto con verdades esenciales similares a aquellas que las prácticas de meditación oriental intentan recuperar. La presión cultural oculta más de lo que desvela, nos hace olvidar más de lo que nos hace aprender, reprime más de lo que libera. ¿No será el llamado animismo infantil y primitivo la expresión, acaso tosca, pero certera, de una de esas verdades esenciales sacrificadas en el altar de la cultura? Una verdad que no es otra que la circulación universal de la corriente de la Vida. Una vida que no es otra cosa que Espíritu en diversos grados de conciencia. Una vida espiritual que atraviesa todo cuanto existe: hombres y animales, plantas y piedras, ríos y montañas, planetas y estrellas. No disponemos en Occidente de una palabra que englobe en sí misma a un tiempo la dimensión espiritual y la material, pero hay varios términos orientales que pueden ser adoptados para expresar semejante unidad; así, el prana hindú o el qui o chi chino. También las nociones de Yin y Yang, como los dos grandes principios cósmicos configuradores de todo cuanto existe, quedan unificadas por la idea de que cada uno de los dos extremos de la polaridad  incluye en sí mismo al otro. El Yin se halla en todo lo femenino, nocturno, pasivo, material, negativo, oscuro, horizontal, sinuoso, etc. Lo Yang representa lo masculino, diurno, activo, espiritual, positivo, luminoso, vertical, directo, etc.




El Yang contiene la semilla del Yin y éste la del Yang, como se muestra en la imagen superior por medio del punto negro dentro del área blanca y viceversa. En otros términos, podríamos decir que la materia no es sino espíritu en su estado de actividad más bajo o reducido a su mínima expresión y el espíritu no es sino materia en su estado más sutil, sin que esto suponga la reducción de ninguno de ellos al otro, sino, en todo caso, la de ambos a un tercero, del tipo del prana, el qui, o la Sustancia Única de Spinoza. 

Con un presupuesto semejante, hacer intervenir a los planetas o al estado general del sistema solar, en la explicación de las manifestaciones espirituales observadas en una parte de ese mismo sistema –es decir, al Cielo en la Tierra- no es, ni mucho menos, tan disparatado. Formamos parte de un sistema espiritual, al cual somos sensibles por comunidad de naturaleza, más aún, por identidad. Sólo porque el sistema solar está vivo, nos da la vida y la sostiene. Sólo porque es una entidad espiritual interviene en nuestros actos espirituales, que son también los suyos. Así lo entendieron también, además de las principales religiones o filosofías orientales, todos aquellos filósofos occidentales que admitieron en su filosofía de la naturaleza un lugar para el anima mundi, la armonía de las esferas, la analogía entre el microcomos y el macrocosmos y otras ideas similares, desde los presocráticos, pitagóricos, platónicos y neoplatónicos, hasta los románticos alemanes (especialmente Schelling), pasando por los estoicos, Posidonio, Bruno, Paracelso o Agripa. Este último, por ejemplo, se expresa del siguiente modo en su De oculta philosophia (1510):
“Sería absurdo que el cielo, los astros y los elementos, que son la fuente de vida y los animadores de todos los seres concretos, careciesen por su parte de ella; que cualquier planta o cualquier árbol participasen de un destino más noble y más elevado que los astros y los elementos, creadores naturales de ellos. (...) Existe, por tanto, un alma universal, una vida única y común que lo llena y lo invade todo, que todo lo une en sí y lo mantiene en cohesión, convirtiendo en unidad a la máquina del universo entero. (...) Así como en el cuerpo humano el movimiento de un miembro provoca el de otro y como, al pulsar una cuerda del laúd, vibran todas las demás, así también cualquier movimiento de una parte del universo es percibido e imitado por las otras”. (Citado por E. Cassirer, El problema del conocimiento, I, pp. 229-230, FCE, México, 1953).
Las explicaciones míticas, las religiones politeístas o animistas, apuntan, a su modo, a una verdad de la que la ciencia se ha desentendido, condenándose así esta última a no entender nada de lo que realmente importa. Y si esta visión de las cosas, a estas alturas, parece romántica o ingenua, debe reconocérsele, al menos, un poder explicativo sobre lo que podríamos denominar hechos astrológicos del que carecen las propuestas fisicalistas en términos de causas o influencias.

(Del cajón de papeles inéditos)
© 2009, Julián García Vara





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