jueves, 2 de febrero de 2012

La cualidad espiritual del tiempo



La Astrología resiste. A través de los siglos y de las culturas, de las variaciones socio-económicas e ideológicas, de los desarrollos científicos y las mutaciones religiosas. El “arte conjetural” de Ptolomeo, que fascinó a Kepler y atrajo a Newton, resiste dos milenios después de la publicación del Astronomicon y el Tetrabiblos, resiste las condenas y prohibiciones oficiales, los sarcasmos y las burlas de quienes nunca la estudiaron. Y hasta se atreve a penetrar de nuevo en los recintos universitarios, de los que fue expulsada dos centurias atrás. En los albores del siglo XXI, asistimos en España, Francia y otros países, a la admisión de tesis doctorales de temática astrológica , a la inclusión de asignaturas de historia de la astrología en los programas universitarios , a la publicación de estudios astrológicos firmados por catedráticos de impecable trayectoria y reconocida solvencia científica y cultural .


La Astrología resiste, pero nadie sabe muy bien en qué consiste. No se trata ya de la vieja cuestión acerca de su estatuto epistemológico, de si puede o no acomodarse en la mesa de las ciencias o si su lugar está más bien en otra parte, entre las artes adivinatorias, entre las religiones o con los sistemas simbólicos que ofrecen modos de aproximarse a aspectos de la realidad sólo accesibles a los vislumbres de la fantasía o de la intuición. Se trata, sobre todo, de que ni sus contenidos ni sus límites están claramente definidos, de que nadie sabe a ciencia cierta el origen exacto o la justificación teórica que puede darse a la mayor parte de sus prácticas. Se trata de que, aunque “se percibe” una poderosa estructura subyacente, una especie de fuerza de cohesión entre los elementos de la astrología, sus presupuestos, signos, símbolos, ciclos y aparato matemático, no está, sin embargo, expresada explícitamente en ninguna parte la naturaleza o la forma precisa de esa organización. De manera que, además del profundo, principal misterio que envuelve la posibilidad misma de la Astrología, están los misterios internos, domésticos, de cómo se articulan entre sí las explicaciones mitológicas con los cálculos astronómicos, las figuras de aspectos con los sucesos que se les correlacionan, los antiguos sistemas de dignidades planetarias con los nuevos miembros del sistema solar progresivamente detectados, los signos con las constelaciones, los aspectos con los signos, las divisiones espaciales con los desarrollos temporales, los ritmos cíclicos con la estricta irrepetibilidad de cada una de las configuraciones.

Sin contar con que la astrología que ahora tenemos, para bien o para mal, no es la misma que conocieron en Mesopotamia o en India, ni la que reelaboraron los griegos y los árabes y de toda la cual se conservan tan sólo retazos incompletos. No sabemos realmente lo que otros pueblos en otras épocas alcanzaron a conocer, pero hemos heredado lo suficiente como para poder entrever algunos de los principales hilos con que fue tejida esta malla, a la vez omnicomprensiva y esquiva, que pretende registrar los vínculos secretos de cuanto en el universo se mueve. Entre lo que perdió y lo que ha ido incorporando la astrología ha cambiado su faz. Nuevos cuerpos celestes catalogados en nuestro sistema solar -planetas, asteroides, centauros, cometas, planetoides-, nuevas técnicas de prognosis, un enfoque más humanista y psicológico, medios de cálculo mucho más precisos, exhaustivos y rápidos, modos de intercambio y comunicación entre astrólogos auténticamente vertiginosos. Y, a pesar de todo ello, en lo esencial nos hemos desviado muy poco de las directrices más clásicas. Casi todo lo que se añade se inspira en modelos anteriores. Pero seguimos sin tener clara conciencia de los principios que sustentan este precioso edificio, de la estructura arquitectónica que da unidad y consistencia a la abigarrada diversidad de elementos del sistema astrológico.

Es esencial abordar la tarea de mostrar que las prácticas astrológicas no son un conglomerado arbitrario y caprichoso de técnicas deslavazadas. Sólo si el sistema demuestra solidez interna puede aspirar a integrarse en esquemas culturales más amplios, menos controvertidos, más racionales y asimilables por el sentido común. Sin embargo, si bien un cierto grado de coherencia es exigible, demasiada coherencia sería sospechosa. Una de las virtudes que no hay que escatimarle a la astrología es la de dejar suficiente espacio libre para los movimientos del espíritu, de manera que éste pueda aproximarse a los más intrincados misterios siguiendo impulsos propios, sin consignas preestablecidas, que es el único modo de toparse de frente con algo radicalmente nuevo, de hacer un verdadero descubrimiento. Por otra parte, no ha de buscarse a toda costa la convergencia de planteamientos y de resultados con las ciencias generalmente admitidas, pues si existe algo a lo que podamos llamar “la verdad” no hemos de esperar que radique en el acuerdo entre investigadores, sino en la conformidad con la realidad. Además de que sería una torpeza esforzarse en hacer hablar a la astrología el lenguaje de la física o de lo que hoy entendemos por ciencia, siendo aquella mucho más venerable y antigua que éstas y habiéndolas precedido no sólo en el tiempo, sino también en el impulso a la observación sistemática y a la investigación del que, a la postre, terminarían por derivarse primero la filosofía y, finalmente, las ciencias experimentales.

Se dice que Tales de Mileto fue el primer filósofo occidental; la suya, como la de sus sucesores inmediatos, fue una filosofía de la naturaleza; con esta denominación se conoció a la física hasta los tiempos de Newton, que fue el último que dijo de sí mismo “soy un filósofo de la naturaleza”. Pero sabemos que Tales de Mileto era también astrólogo y Newton alquimista. Y que los principales impulsores de lo que acabaría constituyéndose en el método experimental más fecundo de la historia de la ciencia –hasta el punto de que algunos entienden que ésta empieza con él- estuvieron prácticamente todos imbuidos de ideas mágicas, alquímicas, místicas o astrológicas.  No se trata de que emergieran heroicamente del fango de la superstición medieval, elevándose por su esfuerzo hasta la claridad racional de la ciencia. Se trata, más bien, de que el mismo impulso al conocimiento les llevó a lo uno y a lo otro, y que de no haber habido hombres deseosos de atisbar los misterios ocultos en la naturaleza tampoco habrían existido nunca ni la magia, ni la astrología, ni la ciencia.



Pero la física presocrática, al igual que la platónica y la aristotélica, no estaba reñida ni con la poesía ni con la mística, y se desarrolló a partir del supuesto de que la naturaleza contiene en sí misma principios racionales de organización, conciencia y propósito y de que los cielos están habitados y movidos por supremas inteligencias. Si los antiguos taoístas tenían razón al afirmar que el mundo es una sustancia espiritual, tal como sostuvieron también los estoicos, Spinoza o Hegel, entonces la astrología anda menos desorientada que la ciencia experimental de corte materialista, tan extendida todavía en nuestros días. Ya que es de la ligazón espiritual entre los entes que habitan nuestro sistema solar de lo que trata, principalmente, la astrología. El movimiento armónico del espíritu cósmico es su tema. La astrología estudia la cualidad espiritual del tiempo. Por ello, si en algún sentido cabe llamarla ciencia, aunque sea tan sólo en el sentido de que aspira a ser tomada en serio cuando pretende describir ciertos aspectos de la realidad o ciertas conexiones insospechadas entre los hechos, se tratará, en todo caso, de una ciencia poética. En efecto, el Astronomicon de Manilius, uno de los textos astrológicos más antiguos que conservamos, no es formalmente otra cosa que un extenso poema. Hasta la fecha no ha abandonado del todo su lenguaje mítico, y buena parte de lo que se escribe en su nombre hay que admitir que lleva el sello del pensamiento mágico. Dicho sea de paso, y sin ánimo de polémica, tampoco la física se ha desprendido por completo de esto. El empeño por unificar las cuatro fuerzas que, según los físicos, gobiernan la naturaleza (gravitación, electromagnetismo, nuclear fuerte y débil), se asemeja al interés religioso por reconducir el politeísmo hacia el monoteísmo. De hecho, el concepto de fuerza es mítico o, a lo sumo, funcional, pero no científico. El propio Newton advirtió que, al hablar de fuerza de la gravedad, no pretendía afirmar la existencia de una fuerza que existiese al lado de los fenómenos gravitatorios, como precediéndolos o causándolos, sino que con esa expresión se refería simplemente, de modo condensado y cómodo, al conjunto de la totalidad de esos fenómenos gravitatorios y sus relaciones mutuas. Pero quienes piensan en esas fuerzas de la naturaleza del mismo modo que los griegos pensaban en el poder de los dioses homéricos o ciertas sociedades primitivas en poderes telúricos, permanecen anclados en una suerte de pensamiento mítico desustanciado, ya que a estas fuerzas de la naturaleza no cabe ofrecerles sacrificios propiciatorios ni dirigirles plegarias.  Sólo cabe tratar de domeñarlas con el concurso de la técnica. En el fondo, se trata de lo mismo y no hemos de ver como más elevadas las intenciones de los  ancestrales practicantes de ritos propiciatorios. Se trata siempre de poner a nuestro favor las fuerzas de la naturaleza, ya sean concebidas como voluntades espirituales (dioses) o como impulsos ciegos naturales (energías). Por eso, el tecnificado intelecto de nuestros días pierde la paciencia al no hallar por ninguna parte los resortes materiales que podrían permitir algún género de “explotación” de las energías astrológicas, si es que algo semejante a eso existiera.

Pero en vano buscaremos explicaciones completas de hechos astrológicos en términos de fuerzas gravitacionales o electromagnéticas. Ni siquiera la teoría armónica, entendida como un capítulo especial de la física ondulatoria, tiene gran cosa que aportar a nuestro asunto. Todas estas potencias naturales intervienen de un modo decisivo en el ritmo mecánico con que se sucede la danza cósmica de los cuerpos planetarios. A su vez, esta danza marca tiempos, espacios y oportunidades para la manifestación  de las potencias espirituales que de alguna forma ignota residen en ellas o se mueven a su compás. Porque Naturaleza y Espíritu no son dos sustancias separadas, sino, según fórmula de Spinoza, dos atributos o modos de expresión de una misma sustancia. Cuando esta sustancia duerme, reposa o se desliza sin resistencia aparente en un movimiento inercial, le damos el nombre de “materia”. Cuando esta sustancia despierta, se expresa enérgicamente, con movimientos espontáneos y signos de autodeterminación, reconocemos en ella una voluntad y le damos el nombre de “espíritu”. Pero fue espíritu todo el tiempo. Incluso cuando duerme, sueña. Y su sueño se difunde por todo su ser, de modo semejante a la transmisión de pensamientos en los fenómenos telepáticos. Y todo su ser no conoce otros límites que los del universo.

(Del cajón de papeles inéditos)
© 2009, Julián García Vara


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